Por Dra. Marta E.Pena de Matsushita
Profesora Emérita, Universidad de Doshisha, Japón
Las grandes narrativas como los derechos humanos o igualdad de género, negadas enfáticamente por el postmodernismo, tienen una existencia peculiar en el contexto de la cultura y la sociedad japonesa. Se ha señalado con cierta insistencia un hecho irrefutable caracterizante del andamiaje de la psiquis japonesa, al que hemos hecho referencia en nuestras obras sobre la cultura y sociedad japonesas, así como del proceso de modernización: el rechazo hacia los principios y conceptos proclamados como universales.
En esta categoría se incluyen las mayoría de los conceptos que Japón importó desde Occidente presionado por las exigencias de una modernización que se quería acelerada y capaz de poner al país a la altura de los países que regían los destinos del mundo. El desafío fue amplio y profundo, adquiriendo los matices de un reto semántico, ya que conceptos importados como “derechos humanos”, “civilización “ o “clase social” no eran expresables con el vocabulario del que la lengua japonesa disponía. Vocablos apropiados fueron creados con la modernización de Meiji, en la segunda mitad del XIX y aunque hicieron su entrada en la lengua, habría que preguntarse en qué medida fueron, o quizás son, entendidos en su plenitud. El concepto de unos derechos que todo hombre tiene, más allá de condicionamientos étnicos, de nacionalidad o religiosos, era y es todavía en buena medida ajeno al pensar y al sentir japonés. En una cultura donde el agente básico de la mecánica social no es el individuo sino el grupo de pertenencia, el reclamar derechos individuales sin referencia a determinados contextos sigue siendo objeto de una mirada crítica del entorno, entendido más como fruto del egoísmo personal que de un concepto de justicia. No olvidemos que cuando se buscaba en la lengua japonesa un vocablo apropiado para expresar el nuevo concepto de “derechos individuales”, se daba con “ri”, que puede ser traducido por “provecho personal”, animado por una connotación negativa.
El paso de una cultura tradicional en la cual tanto los derechos como los deberes del individuo etaban determinados por su posición dentro de una estructura grupal basada en las jerarquías, nunca supuso una destrucción de las tradiciones, sino más bien un intento de ponerlas, con las debidas adaptaciones, al servicio de las nuevas metas de la modernidad. Quien intente comprender el proceso llevado a cabo en la segunda mitad del XIX, dirigido a poner a Japón a la altura de las potencias occidentales y de ser posible superarlas, debe alejarse de todo intento de utilizar el esquema conocido de lucha entre tradición y modernidad. En el caso japonés, hay un núcleo duro de valores y esquemas de pensamiento recubierto por una capa de formas modernas que nunca llegan a amenazar seriamente lo esencial.
Hablar del individuo tiene poco sentido aún hoy en Japón, hay que empezar por precisar la particular situación existencial de esa persona así como su nivel y formas de inserción en el grupo de pertenencia. Como consecuencia, cuando se habla de derechos humanos el concepto es inteligible para el japonés medio, pero sigue siendo con “convidado” sin existencia propia en la problemática japonesa y lo que es más, como un “problema” que aflige a otros países pero que nada tiene que ver con la realidad llamada Japón.
Al terminar la guerra, una antropóloga norteamericana Ruth Benedict fue encargada por el gobierno de su país de escribir una obra sobre el carácter nacional japonés, con el fin de facilitar la tarea de gobierno de las Fuerzas de Ocupación. La obra tiene todas las carencias propias de la inexistencia de un trabajo de campo, ya que la autora nunca pisó el suelo de Japón, limitación de las fuentes y herramientas metodológicas insuficientes con el criterio actual. Sin embargo la obra es lúcida y valiosa aún hoy para comprender muchos mecanismos de la sociedad japonesa, especialmente en las dos grandes coordenadas que traza con acierto: el carácter contradictorio de la mentalidad japonesa y el hecho de no ser una cultura de la “culpa” como las sociedades occidentales de raíz cristiana sino de la “verguenza”, que obra como mecanismo básico de control social.
Por cierto que toda cultura y toda sociedad tiene sus propias contradicciones, pero quizás lo que Ruth Benedict quería señalar era la intensidad y permanencia de algunasde ellas.
Cuando uno se traslada al campo de los derechos humanos y también al tema del género, esa herramienta intelectual es valiosa para comprender ciertos fenómenos de los que somos testigos casi a diario. Desde la postguerra una verdadera obsesión nacional es exhibir ante el mundo el vigor de la democracia en Japón, su voluntad de superar un pasado de militarismo y autoritarismo que llevó al país a su trágica derrota. En mi obra “Cultura y Sociedad en Japón” he hablado de la existencia de un “autoritarismo amistoso”, en forma de controles eficaces que casi no son sentidos por el ciudadano y que funcionan gracias al generalizado temor existente a sufrir aislamiento social. En estos días de la pandemia, cuando el mundo optaba por el cierre de las ciudades, con prohibiciones severas acompañadas de castigo generalmente pecuniarios en caso de desobediencia, el gobierno de Japón se limitaba a “pedir” a la población o a las tiendas que no salieran o cerraran más temprano. La interpretación oficial es que prohibir o tomar medidas punitivas está contra los derechos humanos y que no existe ningún instrumento jurídico que permita al gobierno restringir las opciones del individuo.
Sin embargo, hay claras violaciones de derechos humanos respecto de segmentos que para el japonés común carecen casi de significación. Un ejemplo elocuente es la política respecto del asilo político, no reconocido por Japón. La tasa de aceptación fue de sólo de 1.2% en 2020, representada por 47 personas cuya estadía fue permitida, no bajo la forma internacionalmente reconocida de exiliado o refugiado politico, sino como una excepción por “razones humanitarias”. También puede cuestionarse el tratamiento que reciben extranjeros que han permanecido después del vencimiento de sus visas, a la espera de su deportación en centros especiales en los que se ubica a esas personas, algunas de las cuales han muerto en custodia, sin que esos hechos anómalos sean debidamente investigados ni despierten en la población japonesa sentimientos de repudio, solidaridad y ni siquiera interés. La prensa no suele dar espacio a esas noticias, que se difunden a partir de la actividad de ciertos grupos voluntarios. Todos estos hechos expresan a las claras que los derechos que se pueden invocar no son universales, sino condicionados por el quién, el dónde y el posicionamiento de cada persona.
Estas incongruencias, que no suenan como tales a los japoneses, se expresan también en varios perfiles de la problemática de género. Japón , en parte presionado por la sociedad internacional en este tema, se esfuerza por mostrar una robusta igualdad de géneros y una lucha contra la discriminación y el abuso, que no parecen ser tan evidentes como se pretende.
En Japón es una moda idiomática hablar de “acoso”y día a día se forman nuevos vocablos, mezcando palabras del inglés para expresar diversos vertientes de deplorables prácticas sociales. Se habla de “powerhara” ( abuso de poder”) techhara( abuso de los mayores por parte de jóvenes que se burlan del pobre conocimiento de la tecnología moderna por parte de la gente de mayor edad) y por sobre todo sexhara o abuso sexual. Hoy los hombres llegan a sentir miedo de decir algo a una mujer, en los lugares de trabajo por ejemplo, por la posibilidad de ser denunciado por intento de abuso sexual.
Esa sensibilidad llevada a los más altos términos, curiosamente convive con una despreocupación, rayana en la ignorancia, del abuso cometido contra mujeres que están en una posición vulnerable en la sociedad. El caso más emblemático es el de jóvenes traídas de países de inferior nivel de desarrollo, llegadas con promesas de trabajo en el mundo del espectáculo, para terminar en redes de prostitución y situaciones de virtual esclavitud. Entre países latinoamericanos, sobre todo Colombia es la fuente que provee del elemento humano que alimenta ese mundo. Esa realidad es ignorada, voluntariamente quizás, por la sociedad japonesa, que la considera un problema “ajeno” y en todo caso, resultado de una elección equivocada de mujeres provenientes de países que despiertan escaso interés por no ser miembros del llamado “primer mundo”.
Nada más elocuente y conocido fuera de Japón que el conflicto sin fin en torno a las eufemísticamente llamadas “confort women”, jóvenes de los países invadidos por Japón, como China y Corea. Durante la guerra el Ministerio de Defensa organizó una red de burdeles para servir a los soldados del frente de batalla,, esclavizando sexualmente a mujeres jóvenes,la mayoría de ellas adolescentes. Esas mujeres, ya octogenarias hoy, reclaman una disculpa explícita del gobierno japonés y una indeminziación que es merecida, aunque siempre insuficiente para rehacer tantas vidas destruídas. Ni una ni la otra han llegado ni llegarán. Japón se escuda en su explicación de que todas las indemnizaciones debidas, como país vencido, fueron arregladas definitivamente por el tratado de San Francisco firmado en 1951 de donde todo reclamo posterior es inicuo e inaceptable.
En conclusión, temas como derechos humanos o igualdad de géneros tropiezan con limitaciones que no inspiran rechazo dentro de la mentalidad japonesa, pero siguen generando una incongruencia de status ya que Japón por ciertos índices sociales, educativos y de salud marcha a la cabeza del mundo, mientras que por otros, como la participación igualitaria de la mujer o la defensa de los derechos humanos, tiene todavía un largo camino a recorrer.